6 sept 2011

Coneja de la Luna



En una noche clara con un par de nubes en el firmamento, una liebre, sentada al costado de una roca en los linderos de un bosque, piensa: “¿qué es lo que mas deseas?”, preguntan todos quienes me conocen por que aparento no desear nada en absoluto. “Nada que puedas tomar entre tus patas”, contesto yo por que al final es cierto. Lo único que realmente quiero es poder tan siquiera tocar aquel guijarro bañado de luz que adorna el negro manto que cubre la noche.

­—Madre, tengo algo que contarte...
—Giro y giro a tu rededor, en un interminable vaivén entre tú y yo; eones han ido y venido en esa hipnotizante rutina. Cuando solía ser joven, era divertido ver esa transformación sin fin tuya, ya fuera en tu cara que cambia poco a poco o en esas tormentas de agua y fuego que ensombrecen tu semblante a momentos; igualmente era interesante observar como aquello que nació de ti iba evolucionando en cosas tan distintas unas de otras, pero tan fascinantes todas ellas. Sin embargo, ahora que mi piel no conserva la suavidad que antes tenía y mi espalda empieza a resentir los golpes del arduo trabajo, mi alma esta tan harta que ya no puede callar el vacío que siente de seguir inmaculada por aquella maravilla que llaman vida.
—Antes de que continúes hija, ¿has hablado con tu padre de esto?
—Sí madre, he hablado con él. Tan ocupado esta todo el tiempo que sólo tuve oportunidad de decirle dos cosas: me siento sola y quiero tener compañía. Ignoro si aún crea que sigo siendo la niña que exige atención, pero, me dijo que hablara contigo y que tu decidieras que hacer.
—Hija mía, aunque tu padre no te conoce tanto como yo, es sabio y todo lo que hace tiene una razón de ser; fue lo mejor que te mandara a mí, por que creo saber por donde va tu deseo. Quizá tú no lo veas pero yo me doy cuenta de a que se dirige tu atención. Como dijiste, cuando eras aún mi pequeña niña, te atraían el verdor de las plantas y la majestuosidad de las grandes criaturas de tierra y mar. Mas sin embargo, ahora veo que tus ojos se llenan de luz cuando te asomas y observas a esos seres que caminan con dos de sus patas, y que con las otras hacen una cantidad de cosas asombrosas como nunca antes había visto. No te culpo, es sin duda una especie con un enorme potencial. Así que se que quieres la compañía de alguno de esos seres, o ¿acaso no estoy en lo cierto?
—De hecho, lo estas.
—Bien. Pero dime, ¿qué tienes en mente para hacer realidad ese deseo?
—Mucho tiempo lo he pensado, y vi que no era cosa sencilla el hacerlo; sólo encontré una alternativa: que yo vaya de nuevo a ti, encarnada como una de esas criaturas, y consiga el eterno e incondicional lazo etéreo con una de ellas.
—Si eso es lo que de verdad quieres, te ayudaré sin objeción alguna. Considera esto como un pacto entre nosotras. Tendrás que acatar al pie de la letra las reglas del mismo. Por una noche abandonarás tu cuerpo astral, dejando así de iluminar la oscuridad que reside en la noche y podrás aprovechar ese tiempo para encontrar lo que buscas. Al termino de ese lapso temporal, hayas o no hayas tenido éxito en tu empresa, regresarás a la normalidad.
—¿Y si no encuentro lo que quiero podré regresar algún día a seguir mi búsqueda?
—No. Sólo tienes una oportunidad de hacerlo. Confía en tu suerte hija mía. Si tu deseo es sincero, verás que será cumplido de una forma u otra.
—De acuerdo, verás que no fallaré.
—Así lo espero y ten en cuenta esto: no te ilusiones con aquello que nuble tu juicio, por más asombroso que parezca; siempre mantente pendiente de aquello inesperado que cruce en tu camino, que será allí donde halles el tesoro anhelado.
—Gracias madre, lo tendré presente. También te agradezco tu apoyo.
—De nada corazón. No olvides lo que te dije y ve con cuidado, que mi superficie puede ser traicionera. Hasta pronto, y suerte querida hija.

—¿¡Qué!? ¿!Por qué esta desapareciendo!?—, se pregunta exaltada la liebre al observar con temor como se desvanece el gran brillo en el cielo.

De pronto, a mitad de un denso y antiguo bosque, se apareció una mujer tan alta como un ciervo adulto, de larga y rizada cabellera negra que brillaba como la plata, tez blanca como la leche y piel tersa cual durazno, cara afilada de facciones estéticas, y ojos ligeramente rasgados de un color negro profundo. Su cuerpo estaba envuelto por una especie de bruma luminiscente apenas perceptible, y además vestía con una túnica grisácea que rozaba el suelo. En su cara se notaba una expresión de extrañeza y asombro, mezclada con cierta inocencia e ingenuidad.
—¡Increíble!—, dijo la dama. —Definitivamente esto es algo bastante extraño—, pensó.

Por un par de horas la coneja espero a que regresara el astro de su encanto. Aunque en un principio pensaba en la posibilidad de que estuviera teniendo una pesadilla, al poco rato supo que de verdad estaba pasando y comenzaba a temer que su moteado pelaje no volviera a ser bañado por esa luz sin igual. Entones se dijo con preocupación, —¿pero qué habrá pasado?; ¿y si cayó del cielo y se unió a los demás guijarros que descansan en el lecho del río?; o peor aún, ¿se habrá extraviado en la infinita oscuridad nocturna? ¡¿Y si no lo vuelvo a ver jamás?!—
“Calma...”, escuchó en un susurro proveniente del viento, y un frío estremecimiento le recorrió el lomo, que se le erizó, y entonces dijo con lágrimas humedeciendo sus ojos: sí, tengo que conservar la calma. Se que en algún momento reaparecerá...

La dama blanca andaba a través del bosque acostumbrándose a caminar como los seres bípedos, y no sin uno que otro tropiezo. Además, en una situación totalmente desconocida para ella, estaba verdaderamente atemorizada. Cada ruido que escuchaba le producía un sobresalto, y cada sombra que sentía le hacía latir fuertemente su extraño corazón. De esta forma continuó por cerca de otra hora, la cual le pareció tan larga como su entera existencia. La noche ya pasaba de su punto medio y, para este momento, el bosque se empezaba a abrir disminuyendo su temor.
A lo lejos, empezó a escuchar un ligero canturreo que conforme avanzaba se iba haciendo más claro, hasta que se terminaron por ahogar los ruidos del bosque. Un resplandor cálido iba quebrando la profunda oscuridad del bosque desde un parche sin árboles. En base a su instinto el astro virgen se acercó cautelosamente, evitando que lo que fuese que hubiera allí pudiese saber de su presencia. Cuando estuvo lo suficientemente cerca notó como se proyectaban en el suelo, los árboles y arbustos, sombras danzantes que giraban en torno al resplandor.
Cubriéndose con los espesura observó detenidamente. Reconoció aquello que había atraído su interés desde hacía mucho antes de empezado este viaje: los graciosos seres bípedos que sólo tienen pelo en la cabeza y que cubren sus partes más frágiles con harapos. Cuatro individuos cantaban en un dialecto extraño y danzaban alrededor del fuego con vestimentas que los hacían parecerse a otros animales; el cuarteto seguía el ritmo que les marcaban otros dos de sus compañeros con distintos objetos que producían una rústica melodía. Ella estuvo ahí por largo rato viendo el lento y vigoroso ritual; de ensueño le pareció todo aquello. Inesperadamente se dejó llevar por la emoción del momento, y con un paso vacilante se acercó a los humanos; ellos al percatarse de la presencia de la dama retrocedieron buscando sus armas, y empuñándolas trataban de poner defensa ante la sorpresa que les causaba la descolorida mujer. Percatándose de lo que ocurría, ella intento hacerles notar con señas que no tenía malas intenciones.
Entonces una brisa atravesó el parche sin arboles, viniendo de por la dama y yendo hacia donde los alertados seres se encontraban. El humano que estaba enfrente de los otros comenzó a olfatear el aire y, repentinamente, algo en él cambió. Abriendo totalmente sus ojos, cuyas pupilas se dilataron, relajó su postura y bajo la guardia; como inconsciente de lo que su cuerpo hacía, caminó lentamente hacia ella.
De nuevo, la intuición humana actuó en ella, previniéndola de un peligro inminente. Sin embargo, antes de que pudiese dar la vuelta y huir, el líder de los homínidos se le abalanzo y ambos cayeron al suelo. Ella se golpeó la cabeza, por lo que quedo aturdida por un instante; entonces el hombre aprovechó para levantarle la túnica, recorrer su cuerpo con una mirada de lujuria y pasar sus ásperas manos por el. Aquel ser poseído por un deseo primitivo se preparaba para satisfacerlo cuando ella, recobrando el conocimiento, rápidamente mando su rodilla a proporcionarle un profundo dolor en la origen de su deseo. Sin vacilar, se escurrió por debajo de él dejándolo revolcándose en el suelo y aullando del tormento, y salió corriendo trompicándose mientras los otros se aprestaban a seguirla. Conforme se alejaban del la luz de la fogata, la única forma de seguir la acción era con el ruido de las zancadas y la exhalación tanto de la presa como de sus perseguidores. Un par de lanzas volaron apenas fallando en su objetivo, pero una tercera alcanzó a rozar el hombro de la mujer que gritó de dolor, pero continuó huyendo; la tela alrededor de la cortada se tiñó ligeramente del rojo característico de la sangre. Después de unos minutos, la persecución terminó. Los hombres regresaron a auxiliar a su compañero, y ella se alejó andando sin dirección alguna en medio del bosque.

La liebre yacía recostada al pie de la roca donde había permanecido esperando el retorno de la luz de la Luna. Sonidos cercanos hicieron que se despertara. —¡Oh, me quedé dormida!—, dijo levantándose violentamente; miró al cielo nocturno después de tallarse los ojos. Suspiró profundamente, y mordiéndose el labio evitó que la pena saliera con palabras de su boca. Absorta en un inició en sus pensamientos no reparó en el rumor que la había despertado, pero al volver en sí fue lo primero de que se percató. El ruido provenía de una silueta que iba caminando fatigosamente a un tramo de donde el roedor se encontraba y algo le llamó poderosamente su atención. A ligeros brincos se fue aproximando a la fuente del sollozo hasta que anduvo a al paso, un poco retrasado, del ser en el que la noche parecía más densa.

La dama caminaba lentamente sin rumbo, lamentando la enorme decepción de que había sido víctima. El brillo que alguna vez tuvo se había extinguido, y ahora semejaba otra sombra de las que pertenecían al oscuro bosque. Sin darse cuenta empezaba a escapar del campo arbolado, pero sus ojos cada vez se anegaban más de la pena que corrompía su alma. Así que cuando una pequeña cosa blanquecina se le cruzó en el camino por poco tropieza con ella. Tratando de ver que había sido, detuvo su marcha y volvió la mirada; encontró un par de grandes ojos de un pequeño animal de pelo blanco moteado, que la observaban con curiosidad.

Ambos seres se acercaron. El pequeño se irguió tanto como pudo, y el grande se agachó. Sus miradas se cruzaron, y ahondaron en el interior del otro. La dama-Luna halló la compañía que su alma buscaba con desesperación, recobrando entonces su brillo como nunca antes. Con una enorme sorpresa, la coneja vio entonces al alcance de su pata el brillo que tanto añoraba. La tristeza que residía en sus espíritus se disipó y, radiantes ahora de alegría, se abrazaron. La algarabía era tal que para nada se dieron cuenta del retumbar del suelo; la madre Tierra había dado muestra de su beneplácito.

Madre, hija y coneja llegaron a un acuerdo: Luna y liebre habían de demostrar su compromiso a permanecer juntas por el resto de la eternidad. Por ello, el animal tendría que continuar con la vida terrestre que aún tenía por delante y el astro tendría que regresar a su lugar en el cielo. Como regalo la madre permitió que la hija pudiese regresar cada cierto tiempo, y la coneja podría saber cuando al ver la metamorfosis cíclica que sufriría la Luna a partir de ese momento. Entonces, sin falta cada 29 días terrestres, la pareja se veía en el sitio donde se encontraron por primera vez. El tiempo paso y la rutina continuó.

Así fue que, más pronto de lo que esperaban, el día de su reunión definitiva llegó. La última noche en que la Luna regresó a la Tierra fue la más oscura de todas. En el sitio de costumbre, la progenie de la coneja había puesto el lecho donde su vida terrenal se le iba escapando poco a poco. La Luna se le acercó, agachándose y tomándola de la pata le inquirió: “¿Estás lista?”. “Siempre lo estuve”, reveló la liebre y exhalo su último aliento. La Luna dejo escapar una lagrima, y los cielos se cubrieron de nubes que presagiaban lluvia. Ambas desaparecieron de aquella escena, y poco después el cielo lloró por ello.

Todos los que conocían tan singular historia vieron con regocijo que al paso de los días, conforme iba renaciendo la Luna, la figura de la liebre iba apareciendo, hasta que en su plenitud fue inconfundible la imagen. Desde entonces, como al compas de un vals, una coneja ha sido la eterna compañera de baile de la Luna.

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